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¿Qué piensas de Dios? De eso depende tu futuro

Del número de enero de 2005 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Yo tenía casi cuatro años cuando salí de El Salvador con mi mamá, mi hermano mayor y mi hermana para reunirnos con nuestro padre en los Estados Unidos. Él se había ido del país hacía seis meses, por insistencia de mi madre, para comenzar una nueva vida en la ciudad de Nueva York. Habíamos tenido una vida cómoda en el Salvador, pero el problema con la bebida que tenía mi papá había comenzado a afectar su trabajo y nuestro hogar. Entonces mi madre pensó que sería mejor que él se separara de la familia y de los amigos que lo habían inducido al alcoholismo.

Yo tenía la edad suficiente como para saber que mi padre no andaba bien, y que teníamos problemas. Vivíamos en un barrio pobre, de pocas familias latinas en una sección en el Bronx predominantemente de personas de color. Como muchos inmigrantes, nos mudábamos cada tantos meses por diversas razones: o bien el edificio no era seguro, o se incendiaba, o estaba infestado de ratas, o no había calefacción, y cosas por el estilo. Aunque mi padre había sido contador en El Salvador y hablaba inglés y español con fluidez, sólo lograba encontrar trabajos ocasionales. Mientras que mi mamá, que sólo hablaba español, trabajaba de costurera.

Cuando mi padre bebía, se transformaba en otra persona y dejaba de ser la que yo tanto amaba. Discutía con frecuencia y el ambiente en nuestro hogar era muy hostil. No es de sorprender que esa inestabilidad se reflejara en nuestra pobreza y falta de educación académica. Como te puedes imaginar, a mí y a mis hermanos nos resultaba difícil ir a la escuela y concentrarnos en nuestros estudios.

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